Con agua se aplastaba el pelo, ese flequillo indecente que todas las noches se retorcía en silencio para luego, por la mañana, hacerle la vida imposible. No iba a dilucidar la mecánica de el cabello, no estaba para eso. Presionó hacia arriba el nudo de la corbata y antes de salir con el turrón Arcor en la mano, se detuvo a observarse en el espejo un minuto más. ¿Por qué? Nunca se entregaba a su propia consideración dentro de las infinitas posibilidades de un espejo. Odiaba los espejos. Era una mirada fría que el mundo tal vez tenía de él. Fría, vacía, incómoda. El frío le dolía.
Pero hoy tuvo que quedarse mirando un rato más, porque algo había de distinto en esa mirada que le entragaba el mundo del espejo. No era tan fría.